domingo, 13 de febrero de 2011

UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD... (2da parte)

Para el quinto mes, me hice las pruebas de rutina por órdenes de mi médico. Mi mama, valiente como siempre, estaba ahí para sostener mi mano. Una mujer hecha por una difícil, capaz de abrir su corazón a cualquiera y sobre todo interesante. Su pasado era un tanto incierto, puedo asegurar que nadie conoce todo su pasado. Una persona que pensaba que la privacidad de sus ayeres era algo que solo le concernía a ella sola.

Cuando llegamos al consultorio de Ricardito (mi doctor, así lo llamaba, pero que él prefería que lo tutearan), mientras esperaba mi turno, mire a dos futuras mamas. Las dos se veían con tanto júbilo que me quede admirado, pero al parecer mi mama leía mis pensamientos, se acerco y me susurro al oído –vas hacer la mamá, más hermosa del mundo-, por mi mejilla una lágrima de esas de cocodrilo me acerque a mi mamá, recargue la cabeza y le di un beso. Todo salió mejor de lo esperado, Ricardito dijo que todo iba marchando sobre ruedas.

Antes de cumplir el octavo mes, sentí que me domino un miedo tremendo, no sabía qué hacer. Sentía una angustia bruta, que me hacía sentir sola. Una soledad abrupta que me estaba haciendo trisas, deje pasar los días, comía porque tenía que comer, saludaba porque había que saludar, caminaba porque tenía que moverme. Para la semana 33, ya no podía más, estaba espantada, sollozando, arruinada, salí de mi casa, nadie se dio cuenta, camine y camine necesitaba respuesta. Me preguntaba: y si moría en el parto, si el bebe nacía mal, si los dos moríamos en el intento. El cuestionamiento que más me hacía estragos era para ¿qué traía al mundo a un bebe, si ni yo misma puedo ser feliz?

Súbitamente vire a la izquierda y mire una iglesia, rara en su arquitectura, pero demasiado hermosa para mis ojos llorosos. Me dirigí hacia ella, entre y vi que había alguien rezando en dirección al estrado, para mi sorpresa alcance a ver su vestimenta, traía una sotana, era un padre. Él al sentir mi presencia, volteo y se dirigió hacia mí. Me dijo: dime hija, tienes algún problema, tus lágrimas delatan tu tristeza, tus ojos dicen que eres una buena persona y tu aspecto dice que tiene un problema. Suspire, pare de llorar y le explique todo al padre, desde cómo les dije a mis papas de mi embarazo hasta como me sentía en ese momento, le expliqué que me sentía sola, triste y preocupada. Terminé de hablar y el pregunto –y ahora ¿cómo te sientes? Verdad que es bueno aligerar la carga y hacer confidente de nuestra vida alguien más, es un alivio que alguien nos escuche-. Asenté con la cabeza y el siguió hablando –mira, era una mujer muy afortunada, pero aún no lo sabes Dios está contigo y jamás dejo de estarlo, así que no veo el porqué te sientes sola. Digo a todo el mundo le ha pasado, e independientemente de la religión que seas todas, o al menos las principales, maneja a una presencia divina. Yo la llamo Dios. Y cómo diría Santo Tomás de Aquino. “Yo soy Dios”, lo dijo sin alardes de idolatría y muchos menos de egocentrismo era un hombre muy sabio, humilde y un gran filósofo. Te lo voy a demostrar de la mejor manera.

El padre se movió y me dijo que lo acompañara, también me confesó que se llamaba Juan Lucedio. Caminamos hacia la ala izquierda de la iglesia entramos a un salón, había puros niños para mi sorpresa. La maestra les preguntaba que era Dios, todos los niños contestaron cosas tan elocuentes e inteligente que parecía que dichas respuestas iban más allá de toda edad, parecía ilustrados por una fuerza mayor. El padre interrumpió el momento y me dijo: ahí está Dios. Me quedé atónita ante aquella frase y además sorprendida. De repente un niño, se levanto y alardeó: yo lo conozco, es mi amigo y habla conmigo todas las mañanas. Como por arte de magia un rayo de luz llego a mi vida, suspire nuevamente, pero ahora era un suspiro de descanso. Claro, Dios siempre había estado conmigo, pues “yo soy Dios”. Desde ese momento, reconocí a Dios en mi vida y como si fuera un hechizo desapareció la soledad.

Ya se acercaba el parto…

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